Terribles y reales lagartos

La primera vez que Ray Harryhausen vio un dinosaurio fue en el cine. Como todos. Corría el año 1933 y, con apenas 13 años cumplidos, el más grande de los creadores de ilusiones que ha dado una pantalla a oscuras quedó literalmente en estado de shock. La pelea entre King Kong y un Tiranosaurio rex en la isla Calavera colmaba sus más íntimas fantasías de adolescente. O casi. Tras iniciarse en el oficio con el maestro Willis O’Brien, el genio de la stop-motion no tardaría en debutar con su primera producción. Y allí, en un proyecto que atendía al nombre de Evolution of the World, Harryhausen entregó al mundo la más espectacular, pese a su inocencia, pelea entre unos lagartos terribles, que es lo que significa, contra toda lógica, dinosaurio, según la denominación ideada en 1842 por el paleontólogo Richard Owen.

Pasarían décadas hasta que en 1993, Steven Spielberg, quién si no, dirigiera la hasta ahora definitiva recreación de ese universo extraño entre la fábula y la conmoción que fue Parque Jurásico. Quizá sea exagerado decir que las aventuras ideadas por Michael Crichton constituyeron para una generación el equivalente mítico de La guerra de las galaxias para la anterior. Pero lo cierto es que más allá de la fiebre y los datos (cerca de 1.000 millones de euros recaudados), lo que consiguió Spielberg entonces fue dar forma a una de las más ansiadas aspiraciones no ya del cine, sino de cualquiera con un poco de imaginación: animar a unas criaturas a medio camino entre la fantasía y lo otro, entre el cuento de hadas y la ciencia, entre la realidad y el más cerval de los miedos.

No en balde, desde muy al principio, estas criaturas extrañas se vivieron como una amenaza. Para el naturalista francés -además de católico- George Cuvier, el hecho de que Dios se dedicara a crear criaturas que luego hacía desaparecer de la faz de la Tierra sin el menor amago de remordimiento planteaba no pocos y graves problemas. Todos ellos teológicos. A la vez, hablamos de finales del siglo XVIII, en Estados Unidos los colegas americanos del galo reconstruían el puzle de huesos de un animal casi mitológico que habitó las llanuras. Cualquiera de ellas. El resultado, al que se le apodó como incognitum, fue un elefante descomunal con garras, cuernos y hasta colmillos como si se tratara de un tigre dientes de sable. Lo que surgía, y que describe Bill Bryson con gracia incontestable, era la fiel representación de la más tierna de las pesadillas. La realidad no bastaba. Puestos a reconstruir a un mastodonte (eso era) que fuera el más terrible, aunque falso, de todos ellos. Aún faltaba para que Barnum Brown diera con el Tyrannosaurus rex (el descubrimiento data de 1902). Los dragones, aquellos que poblaron los vacíos de los mapas (Hic sunt dracones), existían. Eran de carne, hueso y… piedra.

«Lo que hace tan irresistibles a los dinosaurios», confesaba recientemente Peter Jackson, el director de la última versión de King Kong, «es que son reales. Estuvieron donde nosotros. No hace falta imaginar nada». Y, en efecto, algo de eso hay en el irresistible encanto que estas criaturas no tan extintas (miren las aves) generan en el cine. «Por primera vez, la tecnología del cine es capaz de convertir en real cualquier producto de la imaginación y, por primera vez, ya sí se puede decir que los dinosaurios vuelven a la vida», añadía. Y es aquí donde se sitúa Spielberg, como productor y jefe de todo esto, en la cuarta entrega de la saga jurásica (¿o era cretácica?). Jurassic world, dirigida por Colin Trevorrow, lleva prácticamente desde 2001 en proceso de gestación. Generaciones enteras de guionistas, directores y actores han llegado a extinguirse en un proyecto que parecía no tener remedio. Ni solución. Ahora, y con un presupuesto de 150 millones de dólares (frente a los 750.000 de la original) y 12 tipos diferentes de criaturas que ocupan tierra, mar y aire, la saga vuelve al ataque empeñada en recrear el primer impulso, la primera sensación que, allá en los 90, capturó los cines y jugueterías del mundo.




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