El rugby regresa a su cuna

El rugby regresa a su cuna
El Imperio Británico fue determinante para el desarrollo del deporte en todo el planeta a finales del siglo XIX.

Las vías marítimas que unían su vasto territorio colonial fue el vehículo que utilizaron los primigenios «sportmen» para expandir las disciplinas que ya existían o que iban surgiendo por su afán innovador.

De esta manera, juegos como el golf, el críquet, el fútbol o el rugby comenzaron a practicarse con asiduidad por todos los confines.

Con el paso de los años, cada especialidad se fue asentando en los distintos países con mayor o menor fortuna y el reino madre tuvo que ver con resignación cómo sus vástagos les comían el terreno sin ningún respeto.

Así, los estadounidenses pronto se convirtieron en dominadores en los «greens», los indios y pakistaníes en el precursor del béisbol o los países meridionales con el balón oval.

En este caso, se dió la circunstancia de que Sudáfrica, Australia y Nueva Zelanda empezaron a desarrollar su estilo propio y, a pesar de contar con menos competiciones de nivel, se convirtieron en los rivales más poderosos y temibles.

Cuando se habla del rugby («un deporte de animales jugado por caballero», según reza el adagio), es curioso destacar la división geográfica que suscita.

En otros deportes se compite entre países (Juegos Olímpicos), continentes (Ryder Cup) o entes políticos (Comonwealth); sin embargo, en el rugby la gran rivalidad se produce entre hemisferios.

El Norte ha contado con el beneficio del reconocimiento internacional al tener desde hace más de un siglo el Seis Naciones (primero jugado entre cuatro y luego entre cinco), mientras que el Sur tenía que conformarse con la certeza de la calidad de sus selecciones (a las tres mencionadas se le unió Argentina como toda una potencia).




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