No le he denunciado por miedo a su venganza

Lorena se acostumbró a que él rompiera a patadas las puertas cuando ella le llevaba la contraria, a no salir sola, a dejar de trabajar desde que nació el primer crío, a aguantar el espionaje de su intimidad. Incluso a que el tipo, furioso a centímetros de su cara, le apretara tanto el brazo con esas manos de cachas que aún tiene. Lorena aprendió a sobrevivir.

¿Y por qué nunca lo denunciaste? «Porque temo su venganza y porque la justicia jamás me creería».

Lorena es una de las cientos de miles de mujeres de la violencia machista oculta, la que dice que la mitad de las víctimas no denuncia porque no identifica el maltrato como agresión de género. O que una de cada cuatro siente miedo. O que una de cada 10 cree que nadie la cree.

Estamos en la elegancia de Oviedo, caminando las calles que asfaltan su pedigrí. Lorena y su ex marido se parecen a este sitio, son gente de los altos escalones. Por fuera nadie diría que su vida fue un incendio diario de celos, espionajes, gritos, amenazas y control puertas -rotas- adentro.

«Él es brillante, inteligente, empresarialmente potente y con personalidad arrolladora. Un engatusador que me obnubiló. Ahora sé que todo fue una estrategia para chuparme la sangre y convertirme en su posesión».

Lorena no olvida los golpes a los críos, ni que él destruyó las fotos de sus ex novios, ni las broncas si ella miraba a alguien, ni los registros del correo, el móvil o el bolso buscando gente que él no podía controlar. Lo peor es que ni siquiera existían.

Porque Lorena fue una antes de conocerle y otra después. Ella, la licenciada en Medicina con dos Máster en la biografía, era una mujer completa hasta que aquel seductor se cruzó en su vida. Hoy, dos hijos, 15 años, cuatro psicólogos, una separación y mil agresiones después, Lorena es una hembra en la rampa de salida del maltrato, una convaleciente que sortea el control que él sigue intentando sobre ella.

«Cuando me separé, la agresividad subió. ‘Te voy a destrozar, te vas a quedar sin nada y sin los niños, estás desequilibrada…’Así a diario. Tengo una carpeta llena de mails. Usa a mis hijos para controlarme».

Hoy todo está claro, pero hace una década las preguntas culpables parecían inocentes. «Me decía que él prefería que yo no saliera con algunas personas, que si yo le quería lo haría por él. O me preguntaba: ‘¿Para qué te pintas si tú eres muy guapa?’. Y un día me dejé de pintar».

Empezaron las llamadas de control, 10, 12, 15… «Hasta que le diera una explicación que le valiera, no paraba. Y siempre, estuviera donde estuviera o fuera como fuera la conversación, tenía que decirle: ‘Te amo».

La fue aislando de su círculo y encogiéndole la estima. «No podía ir con las madres del cole, ni jugar al pádel porque el profesor le parecía guapo. Sólo salíamos con su gente».

Lo anormal era fácil en casa de Lorena. «Me cogía el móvil y me lo miraba. Me preguntaba quién me llamaba, con quién hablaba… Yo trataba de evitar que la cosa creciera, que él se enfadara porque…».

Él, enfadado. Él, vigoréxico. Él, dueño. «Se acercaba mucho a mi cara, me presionaba el brazo y me gritaba… Sí, alguna vez me llamó puta. Y si yo le discutía algo, entraba en cólera y empezaba a golpear cosas. Le daba puñetazos a las paredes y patadas a las puertas. Rompía cristales, daba portazos… Y cuando se enfadaba conmigo también golpeaba el coche por dentro». Es la violencia contra las cosas destinada a asustar a las mujeres. Está descrita y se llama violencia ambiental. Pero nadie la mide. Y no existe en los juzgados.




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