México ha emitido su veredicto. El PRI, con el 80% de los votos escrutados, mantiene la mayoría simple y, posiblemente, está en condiciones de controlar la Cámara de Diputados con el apoyo de sus tradicionales aliados, el Partido Verde y Nueva Alianza. Este resultado, de confirmarse, supondría un respiro para el presidente Enrique Peña Nieto, a quien los escándalos inmobiliarios y la tragedia de Iguala habían colocado contra las cuerdas. Pero salvarse de un humillante castigo no implica ningún cheque en blanco.
Su partido ha sufrido un sensible retroceso y en el horizonte ha emergido un factor disruptivo: Jaime Rodríguez Calderón, El Bronco. Este antiguo priista ha logrado quebrar con una candidatura independiente el imperio de los partidos tradicionales y convertirse en gobernador de Nuevo León, el segundo estado más importante de México. Su triunfo, con una participación masiva, es un desafío para un sistema cada día más cuestionado.
A primera vista, el tablero político conserva el equilibrio de fuerzas tradicional: el PRI, ocupando el primer lugar con mayoría relativa, por detrás el PAN (derecha) y en el tercer puesto el PRD (izquierda). Pero esta estabilidad es solo aparente. Ninguno de los tres partidos ha salido bien librado. El desgaste alcanza a todos y pone sobre la mesa el hartazgo del electorado, el mensaje quizá más profundo de estas elecciones.
Esta fragilidad del partido gubernamental, junto con su estruendoso fracaso en Nuevo León a manos de un independiente, abrirá con seguridad un periodo de reflexión interna. En este contexto cobra fuerza la posibilidad de un giro en el Gobierno e incluso la apertura de una crisis. El cambio de rumbo fijaría la trayectoria final del mandato de Peña Nieto, una vez culminada la aprobación de las reformas estructurales. Y serviría posiblemente para reactivar un ciclo político caracterizado por el agotamiento de fórmulas y el letargo económico