2016 El año del cambio para España

La tensión que se produce entre los principios contrapuestos de la continuidad y del cambio constituye la dinámica de la historia» (Edward Hallett Carr, El socialismo en un solo país).

Por muchas razones, 2015 será recordado en España como el año del cambio. No sabemos, y probablemente no lo sabremos hasta dentro de bastante tiempo, si el nuevo ciclo político mejorará la vida de los ciudadanos y la calidad democrática de nuestras instituciones. Pero ya nada volverá a ser igual. En ese sentido, 2015 ha sido un año histórico.

No estamos en el umbral de una revolución en el sentido clásico, pero sí ante el fin de un sistema bipartidista que ha decepcionado a una parte importante de la población. Un aspecto que demuestra el rechazo a lo conocido, a lo viejo, es que el voto de castigo a la corrupción no ha beneficiado al principal partido de la oposición, sino a los nuevos actores que acaban de aparecer y que, por tanto, tienen un expediente limpio.

Ideológicamente, en España no se ha producido un vuelco hacia la izquierda en las últimas elecciones, a pesar de que los cuatro años de gobierno del PP han estado marcados por las políticas de ajuste. Si marcamos una línea del centro hacia la derecha y sumamos los votos y porcentajes de PP y Ciudadanos, nos sale prácticamente el mismo resultado que si agrupamos el centro y la izquierda con el PSOE y Podemos (más todas sus alianzas): 10,6 millones de votos y el 42,7% del electorado.

Lo que sí se ha producido es una disputa por el liderazgo en los dos bloques tradicionales (derecha e izquierda), pero no una alteración de los equilibrios básicos que han sido una constante de la política española desde la muerte de Franco.

El armazón político construido durante la Transición, y que tiene como eje fundamental la Constitución de 1978, ha comenzado a resentirse. El paso del tiempo ha hecho más evidentes las debilidades de su arquitectura. El auge del separatismo catalán no sólo tiene su explicación en la deslealtad de un partido que participó del consenso (CiU), sino en la falta de definición de aspectos clave del modelo territorial.

No es casual que el reto soberanista coincida con un debilitamiento del esquema bipartidista. El desencanto de los ciudadanos más jóvenes ha desembocado en partidos que ofrecen la ruptura con España como la mejor solución a sus problemas.

Sin embargo, el resultado electoral del 20-D muestra con nitidez que una parte del voto independentista es un voto prestado, un voto antisistema o anticapitalista que, hasta hace poco, estaba huérfano.

La caída de Bildu en el País Vasco en favor de Podemos y la victoria de En Comú en Cataluña demuestran que el independentismo no tiene todavía el apoyo mayoritario de vascos y catalanes.

Los dos grandes partidos han perdido casi 5 millones de votos en cuatro años. Como consecuencia de ello, el PSOE vive ahora una dramática crisis interna. Sin embargo, el PP, que es el que ha sufrido la mayor sangría, mantiene la unidad con la esperanza de poder formar Gobierno.

Pablo Iglesias -el más feliz tras el 20-D- ha repetido hasta la saciedad que en las elecciones han establecido claramente que los ciudadanos quieren cambio. Si eso fuera así no tendríamos ahora un escenario tan abierto.

Aún con todo su desgaste, PP y PSOE suman más de 12,5 millones de votos (el 50,7% del electorado). Ni siquiera los que han votado por los nuevos partidos quieren lo mismo: los programas de Podemos y Ciudadanos son tan dispares como los del PP y el PSOE.

El cambio social y político que ha cristalizado en el resultado electoral del 20-D lo que ha generado, en principio, es inestabilidad. Y, a diferencia de lo que ocurría hace 40 años, los mercados financieros reaccionan de una forma mucho más rápida a los cambios de ciclo político y, sobre todo, a la incertidumbre.




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