Trituradas sus esperanzas en otro abrir y cerrar de ojos, pidió clemencia durante una larga noche la Fiorentina, rendida ante la bestia blanca, que no concedió debate a su presencia en la final. Un año más, el fútbol español protagoniza las grandes competiciones europeas. Un año más, el Sevilla lo dignifica. Sólo la distancia del tiempo revelará la dimensión de los logros de un equipo cuyo método no tiene parangón. Ningún otro en sus niveles ha conseguido tanto. No pocos chamanes diagnosticaron que su primer trienio mágico, en el que levantó sus dos primeras ‘Uefas’, aconteció por una alineación de astros que difícilmente se repetiría: un entrenador tocado, unos futbolistas asombrosos, una fe inquebrantable y una fortuna endiablada. Pero he aquí que unos años después vuelve a suceder. La teoría de la casualidad se derrumba. La fascinación continúa. El Sevilla es un maravilloso misterio.
Trató la Fiorentina de encender un ambiente de remontada. Pero el Sevilla no le entró al trapo. El partido probablemente lo comenzara a ganar el equipo de Emery antes de jugarlo, mucho antes: hace un año en Valencia. Allí sufrió lo que no está en los escritos tras prometérselas felices portando un 2-0 en la semifinal previa a la gloria de Turín. De allí salió con un nudo en la garganta y un éxtasis milagroso en el gol de Mbia al que esta vez no dio opción. La lección quedó grabada a fuego, bien aprendida. Tal vez vencer con la soga al cuello produzca más placer de repente, pero seguro que hacerlo con la amabilidad con que lo logró el Sevilla en el Artemio Franchiotorga una vida más larga.
Hay que decir que todo, sin embargo, comenzó en Sergio Rico. La anchura de la ventaja, con el 3-0 de la ida, daba mucho margen de corrección, pero es evidente que las cosas hubieran sido de otro modo si el joven portero no le hubiera metido mano a un remate a bocajarro de Gonzalo Rodríguez con unos reflejos asombrosos. Eso pasó al cuarto de hora, instantes antes de que se desatara la devastación en Florencia.
