Isabel II, Reina a los 90

En el fondo Isabel, con 90 años, sigue siendo la misma chica de campo conservadora de la generación de la guerra, fría y patriótica, con un sentido del humor seco y una noción calvinista del deber y la responsabilidad, que ascendió al trono un lejanísimo 6 de febrero de 1952, más interesada en los caballos que en los filósofos, en la rectitud moral que en los artilugios de la política.

Su fiesta hoy de cumpleaños va a ser un prodigio de discreción, como ella misma, una cena en familia con su marido, el duque de Edimburgo (cinco años mayor), su hijo Carlos y su nuera Camila, y la inauguración en Windsor de un “camino real” que conectará 64 lugares de interés del pueblo, tantos como los años que lleva en el trono, más que ningún otro monarca en la historia de Inglaterra. En Londres, lejos de sus oídos, la Cámara de los Comunes le rendirá tributos, y en Hyde Park retumbarán 41 cañonazos.

La nonagenaria Isabel es más popular que nunca, y con ella, la institución que representa. Podría decirse que vive una Edad de Oro. Un 76% de los británicos se declaran monárquicos, por tan sólo un 17% de republicanos. Ocho de cada diez piensa que debería seguir mientras pueda en el trono, y tres de cada cuatro, que hace un buen trabajo.

Lejos quedan las zozobras de los años 90, los tres divorcios y dos segundas nupcias de sus hijos, el trauma de la muerte de Diana, las presiones para que pagase impuestos como cualquier hijo de vecino, las gamberradas de sus nietos cuando les daba por disfrazarse de nazis. Durante su reinado los miembros de la Commonwealth se han reducido de 53 a 16, pero es lo de menos.

Las monarquías, como los equipos de fútbol, tienen sus altibajos. Las de otros países eran presentadas como ejemplo en los años 80 y 90, pero luego han entrado en un bache. La británica tuvo su annus horribilis del 92, pero ahora parece imbatible. La boda de Guillermo y Catalina, el Jubileo de diamantes de la reina y los nacimientos de sus bisnietos Jorge y Carlota le han dado por completo la vuelta a la imagen.

Juan Carlos de España y Beatriz de Holanda abdicaron por motivos de edad, y hasta el papa Benedicto XVI presentó la dimisión, pero Isabel II sigue, bien pasada la edad normal de jubilación. Tras la muerte de su padre, en un discurso radiado al país desde Ciudad del Cabo prometió que dedicaría su vida “larga o corta, al servicio de la familia imperial”, y es un compromiso que piensa cumplir, mientras la salud se lo permita. “La palabra abdicar –cuenta un funcionario de la Casa Real– está prohibida en su presencia, como los tacos en la iglesia”.

Al contrario que la inmensa mayoría de los políticos, The Boss (así se la conoce en palacio) goza de credibilidad, y esa es su gran virtud. Cada vez delega más funciones y se toma más días libres, pero aun así sigue trabajando duro, y el año pasado presidió 341 actos oficiales, 35 de ellos en el extranjero.

A diario lee un informe de lo que ha pasado en el Parlamento, y los sábados un resumen de los acontecimientos en la Commonwealth. Desde que ascendió al trono ha visitado 128 países y territorios, desde las islas Cocos hasta China, y ello sin haber tenido nunca un pasaporte.

La palabra abdicación es tabú desde que su tío Eduardo VIII renunció al trono en 1936, pero ello –y la buena salud de la reina– no es óbice para que la británica sea una monarquía en transición, con planes de contingencia para un eventual relevo y con la sucesión garantizada para tres generaciones. Si Isabel muriera como su madre a los 100, Carlos III sería rey a los 70. Y después vendrían Guillermo V y Jorge VII. Todo atado y bien atado.

Las jornadas de la monarca comienzan a las 8.30 de la mañana en su refugio del castillo de Windsor con un té de Darjeeling, tostadas y mermelada, y si tiene tiempo libre disfruta con sus perros y sus caballos.

Le interesan las pequeñas cosas y nunca deja nada a medias. Sólo permite que le dé órdenes su marido, con quien lleva casada 64 años, y cuyo mal genio sabe lidiar. No interviene en las crisis familiares, salvo que tengan implicaciones constitucionales (como la separación de Carlos y Diana).

No le gusta molestar a la gente ni las sorpresas, y prefiere las malas noticias de frente. Tiene una memoria prodigiosa y una gran capacidad para el small talk. Es muy orgullosa, consciente de que la monarquía ha de ser hasta cierto punto un espectáculo, pero sin que degenere en un culebrón. Abraza la tradición y la modernidad. Para sus súbditos –por eso la respetan– es un símbolo de estabilidad en tiempos de cambio.




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