Los monasterios que cuelgan por las nubes

 

No recuerdo bien como sucedió. Creo que giramos al salir de la ciudad de Bubva, Montenegro, la segunda a la izquierda, tras dos rotondas a la derecha, hicimos una larga recta y tras un giro muy cerrado en cuesta que dejaba el mar a nuestras espaldas apareció el barro. Estaba allí y poco a poco lo ocupaba todo. Era como si al mundo que ahora contemplábamos le hubiera caído un manto de polvo. Sin más, lo que apareció ante nuestros ojos fue la pobreza. Y or cuestiones de cálculo.

El Montenegro del interior estaba encapotado allí donde mirábamos. A las ciudades les comenzaba a faltar gente como si estas no tuvieran motivo para mostrarse. Adelantábamos mulas que tiraban de carros con torpeza y tras la ventana del coche observábamos casas con sus puertas y techos doblados y un campo en el que no crecía nada que no fueran bolsas de plástico abandonas por desuso.

Horas después se acabó Montenegro, tras pasar por su capital, Podgorica, con una mezcla de alegría y tristeza en nuestra memoria. De la belleza y grandeza de su costa y pasamos a aquel mundo en el que las sombras ocupaban todo, hasta a ellas mismas, sin dejarse ver. Se acabó el país en una fugaz mirada, una percepción, una ventana con forma de palco desde la que el mundo puede ser equívoco.

Y después llego Albania y llegó más pobreza, más sombras, sólo que allí todo tiene un punto surrealista, divertido. Sus campos están aún más abandonados que los de sus vecinos montenegrinos y pasamos por aldeas donde las casas eran de lata y cartón con demasiada frecuencia pero todo allí está mezclado con la mayor colección de que nunca vimos y con un incomprensible entorno: cada kilómetro hay una gasolinera que casi siempre es de una empresa distinta, un restaurante-hotel en ocasiones algo extravagante y un lavadero de coches. Todos esos negocios lucen tan relucientes como vacíos.

Y luego llega la aún más sorprendente capital, Tirana, donde cruzamos un puente de cemento que se balanceaba al paso de los camiones, y donde Albania explota de sí misma. Todo tiene un toque naif, los  y los vendedores en los semáforos que ofrecen gomas para el pelo. Aquella noche dormimos en Villa Zenelli Park Hotel, en la ciudad de Elbasan, donde nos entendimos por mimo en italiano y por la generosidad y alegría de los que allí trabajaban. Situación que se repitió con todos los albaneses con los que nos tropezamos, siempre fueron encantadores.

Pero el surrealismo (siempre desde nuestros ojos) se hizo imagen en la larga ladera de una montaña que trepábamos rumbo a Macedonia. Allí había decenas de hombres sentados junto a una manguera abierta con presión y cuya agua corría hacia el cielo. Al principio no entendimos nada hasta que vimos que uno de esos hombres y su manguera mojaban uno de esos coches de alta gama al que estaban lavando. Eran lavaderos de vehículos y ellos esperaban a sus clientes en aquella congeladora montaña con.

Camino a Helénica cruzamos por Macedonia. El mundo en un hola y un adiós es simpático o seco. Este fue simpático, nada más que aportar de Macedonia. Por fin estábamos en la vieja Helénica y nos dirigimos a un lugar donde los monasterios cuelgan de las nubes. Se llama Meteora pero debía llamarse Imposible.

Llegamos a un sitio donde la erosión natural ha moldeado rocas gigantes y el hombre decidió treparlas y construir allí una guarida espiritual donde retirarse de los otros. En eque se refugiaron en cuevas y es en el siglo XIV, por la presión otomana, algunos monjes encabezados por San Atanasio ‘Meteorito’ comenzaron a construir allí monasterios en los que acercarse a Dios y refugiarse del hombre.

Eligieron aquellas montañas porque hasta a Dios pudiera habérsele olvidado que ese lugar existe. Llegó a haber hasta 24 comunidades religiosas que se instalaron allí, pero la naturaleza y el ser humano demostraron que nada escapa de su mirada. Muchos de esos bellísimos monasterios fueron destruidos tras un terremoto, tras algunas revueltas a lo largo de los siglos entre las autoridades musulmanas y los religiosos cristianos y tras la Segunda Guerra Mundial. Hoy sólo quedan seis monasterios y sólo en dos siguen habitando monjes. Meteora es fascinante.




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